
Una noche en el Palau
Estoy sentada en la butaca. Mirando la orquesta y a la directora, que la hace sonar con una elegancia y gracia singulares. Es la primera vez que veo a una mujer dirigir; En un inicio se ha hecho extraño, luego, he pensado que nadie podría haberla substituido.
En un pequeño palco del precioso Palau de la Música con mis hermanas escuchamos el concierto de año nuevo, al que tenemos la suerte de ser invitadas.
Cada rincón de ese palacio podría ser motivo de un poema, o suscitar un verso, porque todo lo que hay ahí, es mágico, es poesía. Se respira la nostalgia viva del pasado, que aflora en las grandes escaleras con alfombra, en las esculturas y en cada detalle. Todo recuerda al visitante que esos muros nacieron para guardar el misterio, la magia y la vida.
Pero no me he detenido a escribir por mi visita al Palau; sino por una mujer, de quien, por desgracia, he olvidado el nombre.
Estaba sentada a mi lado, en el palco contiguo al nuestro. Ha sido mi hermana la que ha hecho que me fije en ella; una mujer mayor, engalanada con un traje azul oscuro, y justo detrás, su marido. En sus manos cogía con emoción unos binoculares. ¿Para qué los querrá? Estábamos lo suficientemente cerca del escenario para no necesitarlos, pero a ella, no parecía importarle, más bien, eran como una especie de tesoro que sujetaba entre sus manos nerviosas.
El concierto ha seguido su curso y a medida que avanzaba, entre waltzs, polckas, algún villancico y algo más, he gozado como nunca de la música, pero creo que más, de cómo esa mujer disfrutaba cada segundo del concierto. Era extrajera, eso estaba claro ¿Pero de dónde ? No podía saberlo. Solo sus manos tamborileando, su sonrisa llena de ilusión y sus ojos, bañados en ternura y nostalgia, podían decirme quién era ella.
Era como ver a una anciana aristócrata que había pasado toda su vida huyendo en el exilio y que, por fin, después de muchos años, volvía a un teatro y escuchaba la música que había oído en su infancia, con la orquesta, las columnas, las luces y toda su magia. A cada canción parecía transportarse a una vida pasada, que por fin recuperaba del todo.
Sus manos se movían al son de los instrumentos, y de vez en cuando cogía sus binoculares y escudriñaba alguna parte del lugar. No solo miraba al escenario, también a las personas, la cristalera del techo… Ese pequeño objeto parecía contener la mirada de la poesía. Supongo que no eran los binoculares, sino ella, la que sabía mirar y escuchar.
Al acabar, no me ha quedado más remedio que presentarme a ella y a su marido para darle las gracias.
¿Por qué? No estoy segura, supongo que les hubiese dicho que por enseñarme a gozar de la música y el espacio como lo había hecho ella. Supongo que se lo habría dicho, pero ella, como sus manos activas anticipaban en el concierto, ha estallado en una sonrisa acompañada de mil palabras que intentaban expresar lo bien que lo había pasado, y de lo mucho que le gustaba Strauss.
Ha sido realmente bonito. Ya no recuerdo como se llama, pero creo que no olvidaré a la mujer de los binoculares y las manos arrugadas que acompañaban con elegancia la música que escuchábamos.
Gracias.
kI LO sAP.